jueves, 20 de junio de 2013

Volver a Camus

Profetas malintencionados nunca faltan, pero sigue habiendo voces que indican el camino.
                El próximo 7 de noviembre se cumplirán cien años del nacimiento en Mondovi, una pequeña población argelina, de Albert Camus. Su muerte en 1960, en accidente de tráfico, truncó una trayectoria sin parangón en las letras europeas del pasado siglo. Camus tuvo, en efecto, mucho de meteoro, pues a pesar de su juventud dejó una obra fecundísima, tanto en cantidad como en calidad. Y lo hizo en múltiples campos: la novela, el ensayo, el teatro, el memorialismo y el periodismo. Camus satisfizo, en realidad, dos lugares comunes del clasicismo universal. El primero, expresado por Píndaro en una de sus Píticas, y que el propio escritor colocó como exordio a su célebre obra El mito de Sísifo: “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”. El segundo, acuñado por Terencio en su comedia El enemigo de sí mismo: “Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno”.
               Balzac dijo que la novela aspira a reflejar la vida privada de las naciones. Esta intuición del polígrafo francés se encuentra en la base de la gran tradición decimonónica. Cada país, cada sensibilidad, cada idiosincrasia tuvo su cantor. Tolstói y Dostoievski cifraron el alma rusa; Hugo y Flaubert, la francesa; Galdós y Clarín, la española; Hawthorne y Melville, la norteamericana. El héroe de ficción del siglo veinte quizá haya sido más cosmopolita, en el sentido de que se reclamaba ciudadano del mundo, como si se produjera un desplazamiento de la moral hacia la ética, del sentimiento colectivo hacia la peripecia individual. Ello, sin embargo, no significa que esos grandes caracteres (el K de El proceso, el Bloom de Ulises, el Ulrich de El hombre sin atributos) perdieran su acento universal. Sencillamente, el siglo, y lo que con él se avecinaba (el totalitarismo y sus desmanes; la conversión del sujeto en cifra; la destrucción de la cultura a manos de la barbarie), atendía al individuo como agente y paciente de instancias que afectaban a todos los hombres por igual, independientemente de su origen.
                Desde esta óptica, la trayectoria de Camus encierra uno de los mayores proyectos éticos de nuestro tiempo. Su rechazo de toda épica estatalista (pocos como él vieron la importancia de un igualitarismo de rostro humano) hizo que privilegiara siempre, sin vacilación, los derechos del hombre sobre la masa, del individuo frente a la doctrina, de la libertad ante la seguridad. El tiempo, que es un censor implacable, ha venido a darle la razón al demostrar que no cabe creer en un Paraíso que no esté sobre la Tierra, pero que, a la vez, para construir ese Paraíso hecho de cosas perecederas pero dignas, es preciso considerar al hombre como un fin en sí mismo. Así, en un momento como el actual, en que la cosificación de las personas vuelve a asomar su rostro perverso, quizá convenga volver a Camus. Porque profetas malintencionados nunca faltan, pero voces que indiquen el camino sigue habiéndolas. Algunas de ellas, incluso, llevan entre nosotros mucho tiempo, casi un siglo en realidad.

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